Aunque ahora nos pueda parecer que el rigor científico y le espiritualidad son términos contrapuestos, la ciencia y el enriquecimiento espiritual han ido de la mano hasta hace apenas unos siglos.
Es cierto que los adeptos a la alquimia dejaban transcurrir la mayor parte de su tiempo en sus laboratorios buscando con tesón la sustancia capaz de transmutar en oro el plomo y los demás metales tenidos por innobles.
Es necesario, sin embargo, introducir en ello algún matiz.
Primero, porque no era eso lo único que perseguían, sino que les interesaban también otros objetivos, como el elixir de la vida o aurum potabile, capaz de servir como medicina universal; la creación artificial de seres humanos, los llamados homúnculos, e incluso la obtención de sustancias provistas de utilidad práctica en el terreno de la cosmética, la minería y hasta la guerra.
Y segundo, y más importante, porque al hacerlo no buscaban, en modo alguno, enriquecerse, a sí mismos o a otros, fabricando por quintales el dorado metal.
Bien al contrario, el hallazgo de la sustancia milagrosa, que podía transformar el plomo en oro, no tenía para ellos un significado distinto del de probar que habían logrado algo mucho más sustancial, que era lo que de verdad perseguían con sus experimentos: cruzar las puertas de un mundo de conocimiento superior vedado a los simples mortales; comprender así las verdaderas leyes que rigen la naturaleza, y acceder ellos mismos a un estadio superior de conciencia, donde dejarían de ser hombres para transformarse en auténticos demiurgos, excelsos ayudantes del Creador en la tarea de conservar y perfeccionar el universo.
Por esta razón, la alquimia tampoco puede ser considerada, sin más, la antepasada irracional y precientífica de la química.
No cabe negar, por supuesto, que ambas comparten algunos rasgos.
Una y otra se valen de herramientas y técnicas similares y desarrollan sus trabajos en un laboratorio dispuesto de un modo parecido.
Pero mientras la química es una ciencia sin conciencia , hija de un mundo en la que razón y fe marchan de espaldas por caminos diferentes, la alquimia es inconcebible sin las creencias filosóficas que la acompañan y le proporcionan todo su sentido.
Además, la química, en tanto que ciencia, no se conforma con comprender la naturaleza; busca dominarla, someterla a la voluntad del hombre.
La alquimia, por el contrario, trata también de entenderla, pero con el único fin de colaborar con ella.
Tampoco fue la alquimia un fenómeno exclusivamente medieval.
Si así hubiera sido, esta historia sería demasiado breve incluso para la colección de la que forma parte.
En realidad, los primeros pasos de la disciplina son tan antiguos como la humanidad misma, y se remontan, como demostrara varias décadas atrás el prestigioso antropólogo rumano Mircea Eliade, a la Prehistoria, cuyas diversas mitologías engendraron buena parte del universo mental en el que se movieron durante milenios los alquimistas de toda procedencia geográfica y cultural.
Y es que el mito se halla íntimamente ligado a las raíces de unas prácticas cuyos orígenes ciertos desconocemos, ya que sus adeptos mostraron siempre muy poco interés en hablar de sí mismos y de su arte con claridad, bien porque de ese modo se protegían del posible acoso de los poderosos, siempre ávidos de apoderarse de sus secretos, reales o figurados, que de los dos hubo, bien porque así se aseguraban de que accedían a ellos solo las personas dignas de perseguir y alcanzar sus elevados fines.
E incluso en nuestros días, cuando los omnipotentes adalides de la ciencia y la tecnología parecen tener respuesta para cualquier interrogante que brote de la inquieta mente del hombre, la alquimia continúa existiendo, y no dejan de buscar sus seguidores, siempre insatisfechos con los dictámenes del conocimiento establecido, su propio camino hacia la verdad.
Mas, de qué forma trabajaban para alcanzar esta ambiciosa meta?
En qué consistían las tareas de un verdadero alquimista?
Para entenderlo, debemos primero recordar que, como decíamos más arriba, la alquimia no es sólo una realidad práctica que empieza y termina en un conjunto coherente de técnicas experimentales, sino también una concepción omnicomprensiva del mundo, una cosmovisión o, como dirían los alemanes, una 'weltanschauung', una verdadera actitud ante la vida.
La filosofía hermética, pues es así como se la conoce, toma su nombre de Hermes Trimegisto, es decir, el tres veces grande, dios para unos, hombre para otros, nacido de la fusión de la deidad egipcia Thot y la griega Hermes, a quien los alquimistas de todas las épocas consideran de manera unánime, aun reconociendo en ocasiones su carácter mítico, el fundador de su disciplina.
Sobre sus postulados - Principio de espiritualidad, de correspondencia, de vibración, de polaridad, de ritmo, de causa y efecto, de género (tal como aparecen en el Kybalion, una de las obras que se le atribuyen) - pilares de la cosmovisión alquímica, destaca, no obstante, uno todavía más simple, sin el cual no podría entenderse en última instancia nada de lo que hacen sus adeptos.
De acuerdo con esta idea, en cada fenómeno natural y en cada sustancia se encuentra, en mayor o menor medida, más o menos pura, la materia primigenia, de la que han surgido, por medio de innumerables transformaciones, todos los cuerpos.
'De Todo, Uno; de Uno, Todo', sentenció el gran filósofo griego Heráclito de Éfeso en el siglo VI antes de nuestra era.
Esta materia prima, también denominada en los textos alquímicos semen, caos, sustancia universal y así hasta seiscientos nombres distintos, nace de tres principios que se combinan para formar los cuatro elementos que ya conocemos.
Los principios son el azufre, el mercurio y la sal, y los elementos, como hemos dicho más arriba, la tierra, el agua, el aire y el fuego.
Ni unos ni otros se corresponden, claro, con las sustancias que conocemos habitualmente por esos nombres; se trata de principios filosóficos que simbolizan ciertas propiedades de la materia.
Así, el azufre no sería otra cosa que la calidad masculina, cálida, seca, activa y fija de la materia, y el mercurio se correspondería con su calidad femenina, fría, húmeda, pasiva y cambiante, mientras la sal actuaría como ligazón o equilibrio entre ambos principios.
En cuanto a los elementos, la tierra es fría y seca; el agua, fría y húmeda; el aire, húmedo y cálido; y el fuego, cálido y seco.
Las propiedades características de cualquier sustancia se explican como consecuencia de la proporción existente en ella de los cuatro elementos y, por tanto, de la relación entre los dos principios.
Dicha afirmación es válida tanto para los cuerpos terrestres como para los celestes.
Las únicas diferencias son que en estos se halla también presente un quinto elemento, que Aristóteles, el gran filósofo griego del siglo IV a. C., denominó éter, y que en ellos permanece más pura la sustancia primigenia, notablemente corrompida en los cuerpos terrestres.
En consecuencia, razonan con lógica impecable los alquimistas, debe resultar posible transformar un cuerpo en otro.
A priori, al menos en teoría, tendría que bastar con alterar la proporción de los tres principios existente en el primer cuerpo hasta lograr la propia del segundo, modificando con ello sus propiedades en el sentido deseado.
Pero el camino preferido por los adeptos al arte sagrado es un poco más complejo.
En lugar de trabajar sobre una sustancia para convertirla en otra, la toman como punto de partida para, por medio de una complejísima serie de operaciones, extraer de ella los tres principios que la constituyen y reunirlos de nuevo, esta vez en perfecto equilibrio, pues creen que de ese modo obtendrán la materia primigenia, a partir de la cual podrán obtener luego cualquier sustancia que deseen.
En la práctica, el éxito del proceso debe manifestarse mediante la obtención en el laboratorio de un polvo rojizo, denominado polvo de proyección, aunque en los textos alquímicos se le denomine a veces con nombres tan poéticos como león rojo...
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manual de crecimiento espiritual en
TAROT DE MáXIMO
fuente: Breve historia de la alquimia
(Luis E. Iñigo Fernández)