Nuestra sociedad reprime a la vejez porque le recuerda la inevitabilidad de la muerte; así se aferra ilusoriamente a esta vida material, ignorando la gran frontera que lo llama y la posibilidad que la misma muerte ofrece para enriquecer la vida.
Ciertamente el culto a la juventud es un signo de nuestra época, especialmente porque vivimos en la época de la imagen pública, y por todos lados se nos bombardea – como estrategia de mercado – con cuerpos núbiles, lustrosos y aparentemente sanos, como los que sólo podemos tener en la cúspide de la juventud.
El arquetipo de la belleza, desde los griegos, es el del eterno puer, en perpetua florescencia, con una dicha que el tiempo no puede más que marchitar, porque está ligada a la primavera y al verano, a la energía y al vigor que en un mundo impermanente imposiblemente no declinan.
Así perseguimos el espejismo de la fuente de la juventud, y ocultamos nuestra vejez, y marginamos a nuestros viejos – poco vale para nosotros la sabiduría de la edad en comparación a la intensidad del placer sensorial y el rubor fogoso de los años mozos.
Tenemos un pacto fáustico rebajado, versión lite, ni siquiera comprendido, en el que las masas se van por la carnada del placer y el materialismo, y la literalidad sin comprender - y menos buscar - la dimensión metafórica, estética y metafísica.
El problema de esto es que - como muestra en su sublime frivolidad El Retrato de Dorian Gray -, tarde o temprano, lo que le hacemos al cuerpo alcanza al alma y viceversa.
La corrupción es también holística (como los spas).
Con el culto y la glamorización del cuerpo en su estado idílico perpetuo — siempre conservado, maquillado, acondicionado –, la muerte es llevada a la sombra, ascépticamente borrada de la cotidianidad, como si pudiéramos así salvarnos de ella (contradictoriamente, puesto que la muerte es la única posibilidad de salvación que podemos soñar).
Las improntas colectivas con las que crecemos en Occidente nos han enseñado a creer que debemos de quemar todos nuestros cartuchos la primera mitad de nuestras vidas, ocultar todo signo de vulnerabilidad en nuestro deseo de atraer, y ver a la vejez como algo detestable y desechable, cuya única actividad consiste en recordar lo que vivimos en nuestra juventud y en nuestra plenitud y - en algunos casos excepcionales - servir como consejera de la vida de los jóvenes (que es la que realmente importa).
Como si uno no pudiera seguir perfeccionando, mejorando, creciendo y creando nueva belleza hasta el último día.
Ciertamente no se trata de preferir un tiempo sobre otro, lo cual seguramente sería el resultado de un estupor perceptual, de un excesivo apego al cuerpo y a sus ilusiones, o de una radical negación de la existencia física.
En cambio, es posible abrazar la existencia en su totalidad y hacer consciente cómo cada momento y cada edad tienen sus propias particularidades y cualidades, y cada una contribuye al entendimiento y a la construcción de la vida y su desenlace en la muerte.
Sin una juventud y una madurez sana, disciplinada y creativa, la vejez se vuelve insoportable, tortuosa y prácticamente irredimible; sin una vejez sabia y serena y una buena aproximación a la muerte, la juventud se vuelve absurda, vana nostalgia, efímera irrealidad, un fuego de petate.
Ambas se nutren y equilibran, como en una alquimia interna, una conjunción de polos arquetípicos: puer y senex, el encuentro de Cupido y Saturno, las dos puntas de un hilo que tejen un mandala y el posible uróboros de la vida que encuentra su puerto en la muerte.
James Hillamn escribe sobre el senex:
- Saturno retiene los atributos de Kronos; es un dios de la fertilidad. Saturno inventó la agricultura; este dios de la tierra y el campesino, la cosecha y la saturnalia, es regente de la fruta y la semilla. Incluso su castrante guadaña es una herramienta de siembra. Tendría que ser Saturno quien inventara la agricultura: sólo el senex tiene la paciencia que equipara a la de la tierra y puede entender la conservación de la tierra y la conservaduría de aquellos que la trabajan; sólo el senex tiene el tiempo necesario para las estaciones y su repetición crónica; la habilidad de abstraer para amaestrar la geometría del arado, la esencia de las semillas, de hacer las cuentas para rendir ganancias, el abono, la soledad -.
No debemos de olvidar que hay una cierta potencia y fecundidad en la melancolía y en la memoria saturnal de los viejos industriosos o contemplativos, y una amplitud panorámica que sólo el padre (Cronos) atisba en la vicisitudes del tiempo.
Una mirada que trasciende las pequeñeces y se concentra sólo en lo que, como su experiencia le ha enseñado, supera la vanidad y la futilidad.
Como contraparte al senex, en la coniunctio interna de la psique, tenemos al puer.
Así describe Hillman el arquetipo del puer, el eterno niño:
- Como el hijo de una cabra, el niño baila con un excedente de exuberancia; como un gatito explora todo y de súbito coge miedo; como un puerquito, que rico sabe todo! El mundo es un buen lugar –cuando y sólo cuando, la imaginación con la que el niño desciende está todavía lo suficientemente viva para imbuir las cosas con su visión de belleza -.
La potencia del niño, es la de trastocar todo con la luz de su mirada: su imaginación activa que se posa sobre las cosas y las transfigura; la potencia del viejo es la muerte, su capacidad de ver la vida bajo la luz de la muerte y la impermanencia y a todo dotarlo su justa dimensión temporal.
Senex y puer, las dos terminaciones nerviosas de la existencia humana, extremos que nos enfrentan con lo desconocido, que se tocan remotamente en el azul de otro mundo… la posibilidad no reconocida de hacer de la vida una alquimia interna...
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irreflexiones desprogramadoras en
TAROT DE MáXIMO
fuente: artículo de Alejandro Martinez Gallardo
para Pijama Surf (pijamasurf.com)